martes, 31 de mayo de 2011

Marathon des Sables (parte 4 y última)

Voy a volar ahora (La maratón)

Getting strong now
Won't be long now
Getting strong now
Gonna fly now
Flying high now
Gonna fly, fly, fly
(Gonna fly now –Theme from Rocky–, Bill Conti)

Ahora me estoy fortaleciendo
Ya no falta mucho
Ahora me estoy fortaleciendo
Ahora voy a volar
Ahora vuelo alto
Voy a volar, volar, volar

Esta vez el “iala iala” no perdona.  Además, quizás porque tenía ganas de seguir durmiendo, me parece que hoy empezaron por nuestro sector y nos quitaron unos minutos más de sueño.  Pero no hay opción:  arriba, cambio de ropas, desayuno, mucha protección solar porque él sol ya se siente temprano, y a esperar la largada.

Estoy bien, entero, con ganas de correr por la “abstinencia” de ayer.  Además es la última etapa fuerte, porque mañana son “solo” 17,5 km, así que voy decidido a quemar lo poco que me queda de energía.

Largo como siempre, un poco tranquilo, tratando de entrar en ritmo de a poco.  A partir del kilómetro 3 empiezo a pasar corredores lentamente y voy ganando confianza.  Hoy el terreno es prácticamente llano, con menos arena que otros días, así que no hay muchos cambios de ritmo.  Cruzamos un pequeño pueblo y algunos sembrados, lo que lo hace más ameno.  Pero el calor se siente, y cómo.  Veo otro corredor desviarse unos 20 m para simplemente pasar por debajo de una palmera.  Habrá ganado un par de segundos de sombra, pero no me animo a pensar que sea una acción sin sentido.

En los últimos once kilómetros se alternan sectores de arena con arbustos con otros de terreno duro con piedras.  A pesar de que el recorrido es prácticamente recto no se ve la llegada porque queda detrás de una pequeña colina que tenemos que rodear.  Pasando el kilómetro 38 alguien me pregunta en un francés entrecortado si sé cuánto falta.  Por un momento me viene a la memoria la anécdota de Mataró, que decía que no le gusta conversar durante la carrera y cuando alguien quería iniciar una conversación, generalmente en francés, él respondía “No compré pan”, su versión castiza de “ne comprends pas” (“no entiendo”, en francés).

“Menos de cuatro kilómetros”, le respondo en un peor francés y, ante su cara de incomprensión decido mostrarle mi Garmin.  Me agradece y me dice que no tiene agua.  El calor es agobiante y aunque en ningún momento me pidió me pone en una situación incómoda.  ¿Debería convidarle?  Yo tengo menos de medio litro, justo para los kilómetros que quedan, pero no corro riesgos de deshidratación seria, aunque sí podría sufrir algún calambre.  Por otra parte pienso que él recibió la misma cantidad de agua que yo, y aunque se lo ve cansado, no parece estar en una situación extrema, sigue corriendo, y en todo caso la organización está patrullando.  “No tengo para darte”, le respondo tratando de sonar lo más cortés posible.

Recién cuando falta menos de un kilómetro puedo ver la llegada.  Esa visión y el terreno más duro me dan fuerzas.  Acelero el paso.  Empiezo a acercarme rápidamente al corredor que tengo adelante.  Si los dos seguimos a nuestro ritmo voy a pasarlo justo antes de la línea de llegada.  No me parece de buen gusto.  Pero tampoco me parece correcto reducir mi ritmo para no pasar a otro.  Tampoco tengo mucho tiempo para decidir porque ya estoy casi encima de él.  Así que hago lo que me parece más en línea con el espíritu de la carrera:  le doy una palmada en la espalda y le grito “Go!”  Me mira sorprendido pero inmediatamente entiende el sentido de mi gesto y al grito de “Go go gogo!” los dos empezamos a correr desesperadamente como si hubiéramos estado descansado todo el tiempo y solo se tratara de una carrera de 100 metros.  Cruzamos la meta al mismo tiempo ante la mirada sorprendida de los organizadores y nos abrazamos.   Como todos los días, el patrocinador nos da té.  Le regalo el mío, más por desinterés que por generosidad, y nos despedimos.  No nos volvimos a ver y seguramente no nos veamos nunca más.  Pero fuimos íntimos amigos durante dos minutos.

El cronómetro marca 5 horas 29 minutos.  No estoy en condiciones de hacer cuentas pero sé que es mi mejor promedio de todas las etapas.  Tal como quería dejé todo lo que tenía, motivo más que suficiente para estar contento.

Como mañana es una etapa corta, cuando recogemos las tres botellas de agua tenemos que entregar la bengala.  Le digo al controlador que la tengo en la mochila, en la espalda, que la retire él.  Veo que el que está enfrente mío se pone pálido y me doy vuelta a ver qué pasa.  El que está atrás mío tiene un pedazo de bengala en cada mano y evidentemente todavía hay otro en la mochila.  Me dice que me quede tranquilo, que la va a retirar con cuidado.  No tengo fuerzas ni para asustarme, pero pienso que por suerte le pasó a él y no a mí porque podría haberme costado una penalización.

Como puedo llego a la jaima y repito la rutina.  Blancanieves, Periodista y Mataró ya están ahí, como de costumbre.  Blancanieves contenta porque corrió su mejor etapa.  Periodista un poco molesto porque le hicieron un control de la mochila y le faltaba la brújula, que estaba seguro de tener.  Y Mataró agotado porque también dejó todo, pero contento.

Destruido…

…pero con los pies impecables

Me recupero, quizás más rápido que otras veces, porque estoy feliz de haber corrido bien.  Estoy agotado, pero con ganas de hacer cosas.  Almuerzo, me lavo, me cambio de ropas y llegan Indio y Fragata.  Indio como todos, agotado pero feliz de haber dejado el alma.  Fragata en cambio dice que él está fantástico.  Le decimos a coro que se calle la boca y deje de fanfarronear.  “Es que con esta mochila no puedo correr, camino, y a mí caminar no me cansa,” insiste.  Y para probarlo empieza a hacer flexiones de brazos, “skipping” y todo otro ejercicio que se le ocurra.

Hoy la organización nos tiene una sorpresa.  Una delegación de la Filarmónica de París viene a dar un concierto.  Ahí, en medio del desierto.  Fragata se viste para la ocasión, no con smoking porque no tenía (supongo que porque no sospechaba que iba a asistir a un concierto), pero sí con calzas y remera blancas impecables.  Ahora entiendo por qué la mochila no lo deja correr.

El concierto es mágico.  Poco menos de mil corredores sucios y agotados sentados en la arena bajo un cielo completamente estrellado, rodeando una tarima minúscula donde unos quince músicos nos homenajean con sus instrumentos.  Suena a un premio anticipado.  Mientras tocan no puedo dejar de pensar en la coquetería de las mujeres.  Están tocando con tacos altos, sin problema en la tarima, pero me pregunto cómo van a hacer para caminar en la arena cuando termine el concierto.

Música bajo las estrellas




Somos los campeones (La llegada)

And bad mistakes
I've made a few
I've had my share of sand kicked in my face
But I've come through
(We are the champions, Queen)

Y graves errores
Comentí algunos
Tuve mi cuota de arena golpeándome en la cara
Pero me sobrepuse

El último día empieza diferente.  Hoy no nos despierta el “iala iala” porque no hay apuro en desarmar las jaimas y armarlas en otro lado.  Pero mientras estamos acomodando nuestras cosas aparece alguien de la organización a ver si tenemos nuestras brújulas.  Si bien es uno de los elementos obligatorios y pueden ser controlados en cualquier momento, nos sorprende que nunca nos hayan controlado nada y justo nos controlen cuando estamos por empezar la última etapa.  Pero Periodista nos aclara la situación:  él finalmente encontró su brújula y la presentó a la organización, evidentemente querían controlar que fuera la suya y no una prestada de otro corredor.

A las 8:00, una hora antes de la largada general, largan los cuarenta últimos atravesando el círculo que forman las jaimas.  Así que todos vamos a alentarlos.  Es realmente admirable el esfuerzo que hacen, a pesar de ir caminando y por eso con un desgaste menor, tardan mucho más tiempo que la mayoría de los demás y en consecuencia tienen mucho menos tiempo para descansar.

A las 9:10 largamos los demás.  No sé si es porque la mochila es más liviana, porque es una etapa corta, o porque los otros corredores conservaron más energías que yo, pero la cuestión es que siento que todos salen muy rápido.  Trato de mantenerme entre los primeros doscientos, como siempre a la largada, pero no me resulta fácil.  Alrededor del kilómetro 2 veo a Indio, como de costumbre, pero esta vez me cuesta muchísimo alcanzarlo.  Me pregunto si estaré totalmente agotado, cosa bastante posible después del esfuerzo de toda la semana y en particular de ayer.  Miro el Garmin y confirmo que voy a un ritmo mucho más rápido de lo acostumbrado, así que decido dejarlos ir y mantener el ritmo que a mí me parece adecuado.

La última largada

Cuando llevo media hora de carrera alcanzo al último, el japonés otra vez.  Tardó una hora y media en hacer lo que yo hice en media hora, exactamente el triple.  Lo aplaudo cuando lo paso porque el esfuerzo merece toda mi admiración.

Hacia el final empiezan a divisarse casas y los últimos dos kilómetros son por las calles de un pueblo.  Habría preferido que el final fuera también en medio al desierto, pero también entiendo que como nos tienen que llevar en micro a Ouarzazate necesitan tener un camino cerca.  Sea porque yo salí más lento o porque los demás salieron muy rápido, la cuestión es que paso mucha gente en los últimos kilómetros.  Se ven agotados, seguramente por el esfuerzo exagerado al comienzo, pero los aliento diciendo que ya faltan pocos centenares de metros.  Estoy muy contento.  Fue una semana inolvidable sin duda, pero extremadamente dura y sinceramente quiero que termine.  Fue tan dura que no tengo esos sentimientos encontrados de otras carreras donde las piernas quieren terminar pero el corazón no quiere dejar de vivir la experiencia.  Esta vez todo mi cuerpo pide el final.  ¡Vamos!, unos pocos pasos más y completo una de las carreras más duras del mundo.  ¿Qué más puedo pedir?

A la vuelta de la esquina está la respuesta.  El arco de llegada y una pequeña aglomeración de corredores.  Es que allí está Patrick Bouer, el mítico director de la carrera que hace 30 años cruzó el Sahara solo y decidió convertirlo en un evento organizado para que otros compartieran la experiencia.  El nos pone la medalla en el cuello a cada uno, nos abraza y nos felicita.  Le agradezco, quizás un poco fríamente, creo que el cansancio me impide emocionarme.  Levanto la cabeza y la veo a Cova, nuestra fotógrafa, y muerdo la medalla para que registre el momento.

Recojo la bolsa de almuerzo, hoy sí acepto el té sin miedo a bajones de presión y voy hacia el micro que me llevará a Ouarzazate.  Son más de 100 km para volver a un mínimo de civilización:  una cama, una ducha, comer sentado a una mesa.  En el micro el ambiente es de excitación.  La felicidad por haber cumplido lo que para cada uno de nosotros es una hazaña hace que se desate una competencia para contar anécdotas.  O las mil y una excusas de por qué se podría haber hecho mejor de lo que se hizo.  Es como si el estado de introspección al que inconscientemente nos llevaba el desierto ahora hubiera estallado de golpe y se convirtiera en una extroversión exagerada.

Pero yo no puedo sumarme al clima.  Intercambio unas palabras con mis compañeros cercanos mientras devoro el almuerzo y después finjo dormirme.  Siento que acabo de vivir una experiencia irrepetible y quiero hacer el esfuerzo por repasar y retener en mi memoria todo lo vivido esta semana.

Estoy contento.  Lo hice.  Y lo hice bien.  Siento que dejé en el desierto hasta el último gramo de energía que tenía, sin mezquinar ningún esfuerzo.  Pero también estoy entero físicamente, sin problemas más allá del enorme cansancio.

Estoy orgulloso. Me preparé y la planifiqué a conciencia. Comí toda la comida que llevé, me sobraron solo dos geles y un puñado de pistacchios.  Usé todo lo que llevé en la mochila, no podría haber prescindido de nada sin haber tenido serios problemas.  Cometí poquísimos errores.  Viví una semana en el desierto dependiendo solo de lo que llevaba en una mochila minúscula y haciendo todos los días un esfuerzo físico considerable.

Estoy eufórico.  El resultado final, que no es seguramente lo más importante, pero tampoco indiferente, es mucho mejor de lo que podría haber esperado.

Trato de repasar mentalmente cada momento, si es posible.  Las dificultades, las alegrías, la gente fantástica que conocí, todo.  Quiero disfrutar a pleno lo que esta semana significa para mí.  Y al mismo tiempo siento que ya se terminó, es hora de empezar a pensar en un nuevo objetivo.








(Los títulos de los capítulos y del relato corresponden a algunas de las canciones dedicadas por la gente que me quiere.)

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