CAMINO DE SANTIAGO
A Carlos, Carmen, José Luis y Rai, sin cuya
compañía y amistad no hubiéramos disfrutado como lo hicimos.
¿Vale la pena hacer el Camino de
Santiago? La pregunta frecuente entre
los amigos cuando comentaba mis intenciones –y todavía más frecuente a mi
regreso- no me resultaba fácil de responder.
La valoración de cualquier viaje es subjetiva, aun más uno de estas
características. “Depende” se me ocurría
ya antes de viajar que sería la respuesta más adecuada.
Depende de muchos factores. En primer lugar del camino elegido. Antes de empezar a pensar en esta aventura
sugerida por Dientes yo creía que existía un solo “Camino de Santiago”. Pero la realidad es que existen muchos
–veintiocho según una de las guías más autorizadas- y naturalmente la
experiencia dependerá del que se tome.
En nuestro caso sería el “camino primitivo”: 320 km desde Oviedo hasta Santiago de
Compostela, según la tradición el que hizo Alfonso II el casto en el siglo IX
para rendir homenaje al Apóstol. Lo
elegimos porque tiene mucha menos concurrencia que el francés -el más
tradicional-, y además la mayor parte de su recorrido es por bosques y pequeños
pueblos de la cordillera cantábrica entre Asturias y Galicia, no por ciudades.
En segundo lugar la
motivación. Muchos lo hacen por motivos
religiosos o espirituales. Debe ser muy
fuerte la motivación en esos casos, pero está más allá de los límites de mi
comprensión. En mi caso la oportunidad
de conocer lugares y personas nuevas,
estar en contacto con la naturaleza y comer bien es motivación de sobra.
En tercer lugar la compañía. Mucha gente lo hace sola, y no solamente los
que tienen motivos espirituales. Una
gran cantidad de europeos, principalmente españoles, lo toma como unas
vacaciones económicas donde hacer nuevas amistades, y no están para nada
equivocados. En mi caso este punto también
tiene nota máxima: con Dientes y la Tía teníamos
el equipo asegurado para toda la aventura.
Y en cuarto lugar están las circunstancias, o sea todo lo que no
está cubierto arriba. Desde el clima
hasta los peregrinos con los que uno se cruza pasando por los albergues donde
se hospeda o los lugares donde come. En
nuestro caso todo fue extremamente favorable, casi como si el Apóstol intentara
poner en duda mi ateísmo militante.
Por eso es que la respuesta a la
pregunta inicial es a la vez parcial y subjetiva, basada únicamente en mi
limitada experiencia. Vale la pena hacer
el Camino de Santiago si querés…
… recorrer infructuosamente
Oviedo tratando de encontrar la concha
que identifica a los peregrinos para que dos días después David te diga que lo
correcto es que la uses sólo una vez que hayas completado el Camino.
… llegar al primer albergue con
la ansiedad de encontrar o no lugar y que Domingo, el hospitalero te tranquilice y te explique la etiqueta que se
repetiría cada tarde: los bastones en
un bastonero al ingreso, las zapatillas no entran al dormitorio, las mochilas
no suben a la cama…
… contemplar en lo alto a los
lejos los elegantes molinos de viento, sabiendo que tarde o temprano tendrás
que alcanzarlos.
… no esperar al grupo para no
perder tiempo en una etapa larga y que te pasen por perderte en la niebla.
… usar las mismas dos mudas de
ropa durante dos semanas –pero siempre inmaculadamente limpias- porque en cada
albergue hay lavadora y secadora.
… aprender que en Asturias hay
que seguir las señales en un sentido, al entrar en Galicia en exactamente el
sentido opuesto, y más adelante simplemente tener que adivinar.
… conocer a Carlos, un toledano contador serial de chistes que
mantiene alto el espíritu del grupo encontrando una broma sobre cualquier tema
pero que le cuesta digerir el humor ácido y a veces agresivo de los argentinos.
… cruzarte con Umberto, un ex
guía de montaña italiano de “setant’anni e mezzo”, con su melena a lo Illie
Nastase, su sonrisa permanente y sus bastones coronados de flores silvestres.
Umberto con la Tía
… disfrutar un camino en bajada
hacia un embalse, pero sabiendo que del otro lado te espera la subida.
… sorprenderte cuando Rai, un
andaluz tranquilo con gran sentido del humor, se enfurece al ver unos
“turigrinos” hacer el Camino sin mochila con un auto de apoyo y ocupar en los
albergues el lugar de peregrinos tradicionales.
… despertarte contento porque
ningún ronquido te molestó la noche anterior solo para que te digan que nadie
pudo dormir a causa de tus ronquidos.
… ver a Umberto dándole precisas
instrucciones a la Tía sobre cómo hacer una foto solo para sorprenderse
positivamente con el resultado.
…
encontrarte con David y Cristina, dos hospitaleros que te alojan en su
casa, te lavan y secan la ropa, te preparan la cena, te despiertan con música y
con el aroma de café que augura un excelente desayuno, todo a cambio de una
contribución voluntaria que ni siquiera quieren recibir en mano.
… cruzar continuamente vacas, cabras, ovejas, burros,
caballos salvajes, gallinas, pastando o descansando, solos o con sus crías.
… admirar la elegancia de la Tía
con shorts y medias tres cuartos dobladas para poder calzar la ojota.
… descubrir que unas simples telarañas también pueden esconder belleza.
… sorprenderte con la
infraestructura de albergues: ducha con
agua caliente, lavadora y secadora para tener la ropa impecable en un par de horas.
… asistir a los intentos de José
Luis, un colectivero de Valladolid, por estar a la altura de Carlos con los
chistes solo para olvidarse los finales de las bromas que intenta contar.
… pasar una noche en Castro, un
encantador pueblo de piedras con 51 habitantes y ruinas prehistóricas.
… presencias las continuas
discusiones entre José Luis y Carmen, una riojana con aspecto de irlandesa,
sobre si es mejor el Rioja o el Ribera.
…
comprobar que el 99,9% de los peregrinos no le da suficiente atención al
peso de la mochila –Mr Gramo seguramente exigiría un pelotón de fusilamiento
para todos.
… oír a Carlos y Carmen decirte
que no te acostumbres mal, que los albergues no son todos así, solo para
encontrar albergues cada vez mejores.
… reencontrarte con la mirada de
tus tíos o abuelos en los ojos de Ilaria, una gallega de 84 años que viene
subiendo una cuesta después de limpiar las tumbas en el cementerio y que duda
en aceptar una foto porque “está muy vieja”.
… ver a José Luis ponerse morado
y salir corriendo hacia el baño después de comer un pimiento de Padrón
demasiado picante.
… ver como José Luis puede dar
rienda a su verborragia una vez que Carlos deja el Camino un par de días antes
de llegar a Santiago.
… empezar la etapa más dura
asegurándote de tener todo controlado y que a los diez minutos la Tía diga que
salió sin agua.
… salir de tapas por Lugo, la
única ciudad que vimos en el Camino.
… compartir algunos kilómetros
con Umberto escuchando sus aventuras en las decenas de miles de kilómetros que
lleva en el Camino y su experiencia cuando recorrió en seis meses toda Italia
haciendo trekking por las montañas.
… verlo a Rai con un conjunto de
ropa nuevo reservado para la última etapa a Santiago.
… cruzarte con un hombre en sus
setenta arando a mano su pequeño lote y que ante tu pregunta te responda
“sembraremos patatas.”
… ver a Carlos frustrarse al
llegar a cada bar o albergue y que el dueño no lo recuerde del año anterior.
… tener que frenar tu camino para
dar paso a unas vacas yendo al pastoreo.
… saludar a cada persona que
cruzás y que te devuelva el saludo agregando un “Buen Camino”.
… tratar de descubrir nuevos
tipos de hongos en los bosques, aunque no tengas ni idea de qué se trata.
… llegar a un pequeño bar
improvisado en el camino y oir una a Leonardo Favio entonando “Ella ya me
olvidó…”, canción favorita del dueño quilmense.
… sentir tristeza al despedir
amigos íntimos que dos semanas atrás ni conocías.
… encontrar un tanque de agua
después de un par de horas de estar racionándola y que Carlos diga que tomemos
de ahí que el dueño es amigo suyo del año anterior, para que el dueño salga y
nos insulte por quitarle el agua.
… asustarte con la pregunta de
Domingo: “¿Trajeron comida? Porque en la zona no hay nada para
comprar.” Y después relajarte cenando
las excelentes pastas que prepara a cambio de una contribución voluntaria.
… enseñarle italiano a Dientes
siguiendo las estrofas de “Se bastasse una bella canzone.”
… dejarte acompañar por un perro
por más de diez kilómetros para que de golpe aparezca el dueño en un auto y lo
recoja.
… pasar una noche en Campiello,
una versión asturiana y moderna de
los Capuletos y Montescos. Dos albergues: Casa Ricardo y Casa Herminia;
dos almacenes: Casa Ricardo y Casa Herminia; dos bares: Casa Ricardo y Casa Herminia. Fin del pueblo.
… sorprenderte tratando de llegar
a un compromiso para mantener unido a un grupo que un par de días atrás no
conocías y ahora no querés perder.
… tratar de aprender a usar las
frases españolas en el contexto correcto.
“¡Qué corrrrra!”
… ver la cara de sorpresa de
Natalia, la hospitalera, y la frustración de Carlos al dejar una propina
exagerada del pozo común.
… hacer un “breve” escala para
almorzar en Casa Pachón, un bodegón casi anónimo, para toparte con sopa de
pescado, guiso de garbanzos, sopa de verza, menestra
–papas, carne y morrones-, guiso de arvejas y jamón, chuletas de cerdo, natilla
y café, todo en cantidades industriales y regado por un muy buen vino de la
casa.
Recuperando energías
… dejarte sorprender por el aroma
a jazmines en el medio de un bosque.
… recibir los continuos mensajes
de Carlos, que quiere “seguir” en el Camino a pesar de haber tenido que volver
a su trabajo.
… comer un excelente menú gallego
–obviamente con una buena dosis de pulpo- regado con un Albariño en Caldeira,
un restaurante de A Fonsagrada.
… hacer una pausa en un bar y que
un uruguayo te recomiende el queso que hace el dueño a sus setenta y largos
años –excelente-.
… recibir un mensaje de Rai
diciendo que se va sin despedirse para no emocionarse.
… cruzar paisajes con todas las
tonalidades de verde que te puedas imaginar, y algunas más.
… compartir el Camino con 30 o 40
peregrinos como máximo durante los primeros diez días para desembocar en el
camino francés y encontrarte con una avalancha de peregrinos.
… empezar respetando la consigna
de Carmen “un vino, una tapa” hasta que la Tía pregunte tímidamente “¿podemos
pedir algo más?” preocupada por morirse de hambre o emborracharse.
… esperar diez días para que la
Tía aprenda a guardar la bolsa de dormir, solo para darte cuenta el día once
que fue pura casualidad.
… recibir la concha de regalo de Carmen y José Luis al final del viaje.
… ver la cara de resignación de
Dientes al pasar otra vez por un cementerio… lo que se repite seis o siete
veces por día.
… conocer qué es una verdadera pulpería –un lugar donde se vende pulpo,
¿qué estuvimos creyendo durante toda nuestra vida?- y disfrutar de un pulpo
artesanal servido en cantidades industriales en Ezequiel.
… cruzar Las Tiendas, un pueblo
cuyo simple uso del plural en una fanfarronería: dos casas de piedra en 80 m de ancho.
… pasar días enteros meditando
cada gramo que va ir dentro de la mochila y ver como David carga 1 kg de miel
en un frasco de vidrio porque no encontró algo más chico y no le gusta endulzar
con azúcar.
… oir a la Tía preguntar “¿ya nos
unimos con el camino francés?” después de media hora de un continuo ir y venir
de peregrinos.
… correr al máximo de tus
posibilidades por 500 m después de cenar porque el albergue cierra a las 22.00 y
corremos el riesgo de dormir afuera.
… llegar y darte cuenta de que
Petra, una austríaca muy simpática, se había quedado despierta por si tenía que
abrir la puerta.
… esperar durante doce días que
Carmen cumpla su promesa de abrir una lata de sardinas solo para ver que sigue
en su mochila de regreso a Logroño.
… ver como Carmen se sorprende al
quedarse sin batería después de estar horas con el teléfono pegado a la oreja.
… ver una “catarata de
nube”: una nube encerrada entre los
montes y arrastrada hacia abajo por el viento.
Misión cumplida
Y sobre todo vale la pena hacer
el Camino de Santiago si querés vivir experiencias a la vez muy distintas y muy
parecidas a las que te cuento y dejar que nuevos paisajes enriquezcan tu
retinas y nuevos amigos tu espíritu.
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